El intervalo que nunca fue ya ni existe en el pensamiento
de la misma que, instantes atrás, lo pedía.
La musa se da cuenta de que ya no aspira a detener
esa lengua que la recorre. Ahora quiere devorarse la boca que ostenta el
privilegio de andar por ella, expulsando los más hondos gemidos que le han dedicado
en su vida. Escucharlos la enloquece.
El dedo del artista sigue suspendido en lo más
íntimo de su feminidad. Sin dejar de balancearse, ella lo envuelve con los
brazos, arañando más fructuosamente su epidermis toda. Extasiada. Impulsada por
el deseo de enterrar sus uñas hasta la capa más profunda de esa piel que —de
tan suave— lastima.
Hiere las ganas. La codicia de poseerlo ya.
Consumadamente.
Ahora tantea la carne de sus labios con los suyos.
Con hambre de esa hambre que es voraz.
Con esa voracidad que resulta ser de las más
insatisfechas: insaciable.
Aprieta firme primero, muerde un segundo después. Empieza
a saborear su plato mientras arrastra las manos que ya tiene incrustadas en el
cuerpo de ese macho que va haciendo suyo casi por instinto.
Como si se pertenecieran.
Como si, en la antigüedad, hubieran sido uno
infinitas veces.
Como si, por los siglos de los siglos, fueran a
serlo.
Y se acomoda para entregarse. A ese cuerpo
completamente despojado de las ropas que volaron hace instantes con los
estallidos.
Quiere dejarse.
Que la haga suya también.
Con el mismo instinto.
Con esa pertenencia inherente que se siente dentro y
fuera de ellos.
Y que flota alrededor, donde un viento agitado
inicia su danza, celebrando —más que el encuentro— la colisión.
1 comentario:
...como si en la antigüedad hubieran sido uno infinitas veces...
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