Ella se siente tan libre que lo desea todo y, al
mismo tiempo, lo rehúye y no quiere nada.
Ahí —en ese espacio donde la nada misma arde de tanta pasión—, se mueve
consentida por el permiso de sobrevolar ese ardor en su totalidad. Saberse
habilitada para otorgarlo o negarlo la excita, la vuelve más salvaje. El poder,
incandescente, se extiende en su punto más profundo. Está tendido, bien
despierto, en sus partes más íntimas. Abrumada por sus propias contradicciones,
su excitación crece, se eleva, se dilata, más y más, hasta…
—¡Más! —escapa de sus labios, al borde de la
desesperación, y se obliga a callar, aunque dejándose acariciar, toquetear un
poco más, manosear un poco más…
—¿Más? —se sobreexcita él, viéndose a sí mismo a
punto de domar a esa hembra y pensando en seguir, sin tregua, aunque solo se
congela ante la imagen que descubre en el espejo.
El agraciado espectador aplaude, ovaciona, y la musa
también se aquieta ante ese reflejo, mientras espía y se pierde en cada detalle
del inspirado, de toda su hombría. Con la mirada fija, aprueba lo que ve; y con
una expresión que la sigue haciendo prisionera de sus cuerpos enredados en ese
dibujo tan caliente.
En ese instante, un nuevo trazo delinea sus miradas,
acomodándolas firmemente en los ojos del otro. Se ven tan bien juntos que se
idolatran con solo contemplarse. Se miran y se admiran. Se encuentran sofocados
por una intimidad que se construye y se destruye en ese frenesí, haciéndoles agua
sus bocas. El manjar está servido, y qué bien sabe. Momento, a no atorarse. Así
que, intentando recuperar el control, ella responde:
—Demasiado por hoy, hasta la próxima.
Y empuja a su hombre, pero no puede soltarlo. Se
siente mojada, empapada por el éxtasis. Violenta y mansa. Victimaria y víctima.
Casi, rendida.
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