—Deliciosa —dice la musa, y le da de probar.
Obediente, él prueba.
—Deliciosa —adhiere el artista. Y no lo dice por la
fruta.
Todos sus sentidos han sido succionados por la
divinidad de la musa, quien no es menos que la delicia misma de la inspiración.
Al punto que, si la fruta apestara, él no lo
notaría...
El encantamiento se extiende hacia un terreno hasta
entonces no explorado, expandiendo todo lo que en ese instante ve, toca, huele,
escucha y degusta, y trascendiendo así el doble sentido de la imaginación.
Más que otro mundo: otra dimensión.
Palabras que giran alrededor de la musa y su inspirado
cual planetas alrededor del sol, pero con luz propia; listas —si no para
enceguecer— para reflejar algo más que una simple expresión.
La musa deja la fruta a un lado, sin ofrecer otro
mordisco. Se reconoce como un bocado deseado, pero no teme la comparación.
Sabe, sin embargo, que el goce de ambos se despliega en un plano mucho más
profundo: intenso, como el néctar del fruto más exquisito que el paladar más
refinado se digne a saborear.
Está por decir algo, siente que lleva la
responsabilidad de La Musa a cuestas.
Pero —"la musa no está para decir, sino para
insinuar"— se contiene y calla.
Al mismo tiempo, deja caer sobre su hombro el bretel
derecho de la transparencia que la viste —más la desviste— ante la vista del
artista, que está ya inmerso en ese cosmos sugerente que es la habitación.
Ya lo invitó a pasar.
El bretel no es otra invitación: apenas un gesto,
apenas una provocación.
Un movimiento que a la musa le aviva la sensualidad
y que, en él, exige el ejercicio del autocontrol para no cruzar la delgada
línea que separa la reacción de la acción.
Y que, por ahora, los separa.
Aun así, sumidos en cierta cercanía excitante,
incitante, se empujan, se rozan, se contienen...
Disfrutando del delicado y minucioso placer de las
miradas.
Se miran.
Y respiran un poco de eso que está en el aire.
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