Mafalda me acompañó toda la infancia y no era una amiga cualquiera. La leía con especial atención y me la la llevaba en tren a Mar del Plata como quien se va de vacaciones con la mejor amiga.
Me metía en su historieta y ni la más remota idea de cuánto tiempo me quedaba ahí, como abstraída. Es que Mafalda me aportaba, me sumaba. Me hacía pensar, analizar, reflexionar, ir y volver para tratar de entenderla. Y sí, con 8, 9, 10 años debo decir que había cosas de Mafalda que yo no entendía, pero algo me decía que ella sí la tenía muy clara. Quizás el mismo algo de esa nena, de su banda de amigos, de sus padres, de su hermano, de su barrio, de sus gustos (y de sus ascos!), de su música y su comida, de su radio y su diario y su inquietud por las noticias, de sus calles, de su globo terráqueo y su visión del mundo, y podría seguir, que me atrapó y me conquistó. De niña y también de grande. Y de esa adorable niña grande, qué digo algo, si al final todo. Toda ella, ella toda. Más tierna que ingenua. Viva, compradora, auténtica, segura, comprometida, inteligente, curiosa, rápida, generosa, atrevida, consciente, bien despierta, adelantada, empoderada, como sólo Quino pudo crearla. Y entonces, algo, y todo su creador vive y vivirá por siempre en ella.
Compañera y amiga de toda mi infancia, y para toda la vida.
Eterna; eterno.
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