Los dos permanecen bajo el efecto de la bebida, sus
cuerpos como fuera de sí, aunque no dejan de sentirse. La musa viene tomando
hace rato; el artista festeja haberlas encontrado. La bebida es otra fuente de
deseo. Bienestar absoluto. Esa paz al desprenderse, a voluntad, de la materia y
dejar ir al cuerpo energético —viendo a distancia la gran ilusión que es la
vida, ver disiparse eso que parecía ser la única Verdad— le trae calma.
Desearía sentir siempre su existencia vibrando así, fundida con la de la musa,
como aquella vez.
Un hombre con máscara se acerca y la besa. Ella, en
voz baja, le pide perdón al inspirado por no haberle dicho que estaba con él.
Acompañada o no, da igual. Acto seguido, baja la cremallera del pantalón, que
parece abrirse sola —ya entró en calor con sólo verla— y empieza a tocarlo:
primero por encima de la ropa interior, luego directamente, buscando agarrar
piel a piel ese trozo añorado de su hombría. Lo toma entre sus dedos, lo sujeta
con la mano abierta, y de a poco la va cerrando, atrapándolo. Nota cómo se
endurece más de lo que ya estaba. Él comprende las reglas, y no hace frente al enmascarado.
Éste toma del brazo a la musa y la conduce hacia los
cuartos. El inspirado los sigue: ya entendió el juego. La lujuria parece ser el
objetivo y el tablero está lleno de casilleros que incitan a avanzar. Suben por
las escalinatas del palacio, donde él ya no es soberano como lo fue la última
vez. Los pisos crujen de tanta seducción. Sostienen cuerpos que se tocan, se
lamen, se devoran con un salvajismo que acecha. En esta jungla, lo prohibido es
ley.
En las habitaciones, orgías. Las paredes sudan
excitación. Claramente, la consigna es el libertinaje. Tan claro como que nunca
nada le había parecido tan pecaminoso. Compartirla es el pecado. Pero tiene que
ceder.
La musa aún no se mezcló entre la gente. Lo estaba
esperando. El otro hombre la lleva a un privado y ella le toma la mano a su
artista para que no deje de seguirlos. A él lo carcome por dentro ver cómo la
va desvistiendo, pero también lo excita. Se toca. Se calienta más viendo cómo
se desliza la braga de la musa entre esas piernas que desea escalar. Levanta la
prenda, que quedó enrollada en el suelo, y se la guarda en el bolsillo del
pantalón: no piensa irse de esta fiesta sin su souvenir.
Ve al hombre hacerla suya sin mucha vuelta, casi sin
previa. Por un segundo duda que el plan de ella fuera incluirlo; teme haberle
resultado descartable. Pero no. Enseguida se alienta. Ellos se aman. Se amaron
siempre.
La musa se acaricia los pechos con suavidad y busca,
con la mirada, a una mujer con la que no dejó de cruzar miradas antes de que el
inspirado llegara, cuando la perdió de vista. De pronto la ve aparecer: lleva
un antifaz que la oculta más que antes, pero su cabello de raso es
inconfundible. Su sensualidad al deslizarse, sus curvas cinceladas, desbordan lindura
por donde se la mire. Enardece a quien la tenga cerca.
Enardecida, la musa la observa mientras el hombre
sigue entrando y saliendo de ella sin descanso. La guapa se acerca, le acaricia
los pechos y los besa con fervor. Le dice, en voz muy baja, lo bellos que son.
La musa está gozando en demasía, pero nadie provoca en ella lo que su
inspirado. Él estaba por sumarse... hasta que entró en shock.
Acaba de reconocer a esa mujer.
1 comentario:
Sinceramente es sutil tu forma de hacer el amor mediante la poesía
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