Y pasan ese rato como si la promesa del pasado ya se
estuviese cumpliendo. Como si nunca fueran a separarse. Como si siempre fueran
a estar sumidos en ese erotismo que los une y los sigue revolcando entre una,
otra, y tantas posiciones amatorias.
Estando juntos, todas esas imágenes y todo ese
ensueño que los revoluciona parecen cobrar sentido, a pesar de la rareza… y de
la certeza de que lo que les está ocurriendo pertenece a una realidad que se va
tornando cada vez más fantástica.
Ella teme soltarlo. Todo el tiempo se le cruza por
la mente la terrorífica idea de que el amor se les pase al separarse, como un
hechizo que se rompe.
Eso.
Se siente hechizada. Y no quiere que eso se termine.
Besa el lateral del rostro de su hombre y, al llegar
a su boca, siente sus labios secos. Entonces decide que es buen momento para
tomar algo.
Se resiste primero, pero tomándose su tiempo
—milímetro a milímetro, sin dejar de sentirlo— va saliendo de ese cuerpo del
cual se siente dueña, ama y señora. Camina hacia una vitrina de donde toma dos
copas y una botella de forma algo extraña que estuvo guardada por años, esperando
la ocasión.
Otra vez, su desnudez le da la espalda al inspirado,
que la mira detenidamente hasta precipitársele al cuerpo, expulsándose por
completo en un abrazo al que llega definitivamente magnetizado.
Así vuelven juntos al camastro, bien apoyados uno en
el otro: ella delante de él, sosteniendo lo que trae; él ciñéndole los pechos
con las manos, en un calce diseñado a medida.
La musa mira la copa y siente la fragilidad del
cristal dentro de su ser. Se siente vulnerable. Como si, en ese instante, su
alma también fuera de vidrio. Incluso, siente la sensibilidad del artista en
ella, como si los roles se hubieran alternado… como si ella necesitara de él
más que él de ella.
—No me dejes nunca —le ruega.
Él la escucha fascinado. Pero, a diferencia de lo
que siempre creyó que le ocurriría al cautivarla, por un momento se siente
torpe, incapaz.
Es que los dos sienten una dependencia absoluta.
Una rendición incondicional que los aparea con el
otro en cada suspiro, en cada movimiento.
A propósito, éstos van haciéndose cada vez más
lentos.
De hecho, se sientan al borde del camastro como si
estuvieran dentro de una cámara lenta, y a ese mismo ritmo él sirve en cada
copa una medida generosa de la bebida color borravino que ya los tiene
hipnotizados.
Se deleitan con lo bien que huele.
Y, al unísono, brindan: “Por el amor”.
El choque de las copas que los va inmovilizando y
vuelven a compartir la misma sensación de que el tiempo se detiene.
Esta vez, un instante de parálisis.
Quizá una advertencia.
Algo les dice que, después de ese trago, ya nada
será igual. Que beberlo es pactar con la adicción y podría resultarles peor que
un vicio. Casi como un veneno.
Luego de esa suspensión, el artista le pregunta a la
musa de qué bebida se trata.
Y, antes de que ella llegue a responder, él moja sus
labios en el líquido ignoto… y la besa con pasión.
De inmediato —y de un solo sorbo— se toma hasta la
última gota.
4 comentarios:
Excelente!
Muy bien relatado.
Muy bien relatado.
Muy bueno Mel, te busqué después de haberte visto en fotos. Sos tan sexy por escrito cómo en imagen.
Me gustaría ser tu inspirado, porque es seguro que podrías ser mi musa.
http://letrasdeviaje.blogspot.com/
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