Ella atrapa la cereza con los dientes y se la roba.
Quiere que la devoren a la par, pero antes necesita hacer su recorrido sobre el
cuerpo del artista.
Moja la fruta en más almíbar; podría elegir otra,
pero quiere que sea la misma —esa misma— la que los deje pegoteados, hasta pegarlos
más, y con ella ir lamiendo cada gota en el camino: ese jugoso pasaje hacia la
cúspide del deseo.
Los dos sienten un desenfreno que no les es
habitual, como si todo valiera, como si las fantasías de cada uno, las más
obscenas, hubiesen quedado a la intemperie, y estuviese permitido andar por los
bordes del otro; serpenteando el placer. Hasta dejarse caer. El precipicio
invita al salto, y queda exactamente en la inmoralidad del otro.
La musa lo acuesta mirando hacia el cielo, y comenzando
por los dedos de sus pies, va meneándose al ritmo de la fruta. Sube lentamente,
dejándose acariciar por la vellosidad de sus piernas. Al pasar cerca de su
miembro, no se detiene: apenas lo roza y sigue de largo. Apoya la cereza en el
ombligo y acelera el trazo, hasta llegar al cuello de un lengüetazo; muerde su
oreja y le deja un suspiro largo, vehemente, una exhalación cuyo eco resonará
por siempre en su carne, y en su integridad.
Baja de nuevo hasta la cereza. Apenas la toca con
sus labios, ya listos para beber mucho más que el néctar derramado. Tiene ganas
de él, de sus fluidos.
Apoya la punta de la boca en su zona más libidinosa
y, desde la cresta, va bajando en espiral, sin perderse ni un milímetro de esa
superficie firme, rígida, que la está adorando. Dibuja redondeles con la lengua
hacia un lado y hacia el otro, mientras introduce su virilidad entera. Una vez
dentro, va en línea recta: de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, con
devoción. Sin parar. Agarra la cereza, levanta la cabeza para espiarlo: él la
está mirando con veneración, conteniéndose para no deshacerse en una
exclamación, en un grito infinito.
Ella le toma el tiempo, va viendo qué y cómo le gusta.
Hasta que los flashes otros tiempos le confirman que ya lo sabe.
El recuerdo le dice que es momento de hacer una
pausa para retomar el acto. Estira el brazo y le coloca la cereza adentro su
boca.
Desearía que el clímax no llegara nunca. Están
inmersos en un clímax constante. Perpetuo.
Se alza de golpe, se da vuelta, separa las piernas
para acomodarse, y montarlo. Queda erguida en la zona genital del artista al
que va inspirando cada vez más, y se prepara para hacerle el amor en esa
posición. Ya encajados, frota su pelvis con un ritmo suave y lento. Gira la
cabeza para ojearlo con un dedo en la boca, y succiona al compás de cada
fricción.
Él está maravillado con ese cuadro sublime. Suelta la
cereza que guardaba debajo de su lengua, echa las manos hacia atrás y las apoya
en la nuca. Se acomoda mientras se regodea, jactándose de la conquista. Y fija
su atención en la cola de su musa, que se mueve acompañando cada una de las
pinceladas que ella va dando con su clítoris.
No hay comentarios:
Publicar un comentario