viernes, 1 de febrero de 2019

(#ACTO 14 #LMyEA) La Musa y el Artista


Ella atrapa la cereza con los dientes y se la roba. Quiere que la devoren a la par, pero antes necesita hacer su recorrido sobre el cuerpo del artista.

Moja la fruta en más almíbar; podría elegir otra, pero quiere que sea la misma —esa misma— la que los deje pegoteados, hasta pegarlos más, y con ella ir lamiendo cada gota en el camino: ese jugoso pasaje hacia la cúspide del deseo.

 

Los dos sienten un desenfreno que no les es habitual, como si todo valiera, como si las fantasías de cada uno, las más obscenas, hubiesen quedado a la intemperie, y estuviese permitido andar por los bordes del otro; serpenteando el placer. Hasta dejarse caer. El precipicio invita al salto, y queda exactamente en la inmoralidad del otro.

 

La musa lo acuesta mirando hacia el cielo, y comenzando por los dedos de sus pies, va meneándose al ritmo de la fruta. Sube lentamente, dejándose acariciar por la vellosidad de sus piernas. Al pasar cerca de su miembro, no se detiene: apenas lo roza y sigue de largo. Apoya la cereza en el ombligo y acelera el trazo, hasta llegar al cuello de un lengüetazo; muerde su oreja y le deja un suspiro largo, vehemente, una exhalación cuyo eco resonará por siempre en su carne, y en su integridad.

 

Baja de nuevo hasta la cereza. Apenas la toca con sus labios, ya listos para beber mucho más que el néctar derramado. Tiene ganas de él, de sus fluidos.

Apoya la punta de la boca en su zona más libidinosa y, desde la cresta, va bajando en espiral, sin perderse ni un milímetro de esa superficie firme, rígida, que la está adorando. Dibuja redondeles con la lengua hacia un lado y hacia el otro, mientras introduce su virilidad entera. Una vez dentro, va en línea recta: de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, con devoción. Sin parar. Agarra la cereza, levanta la cabeza para espiarlo: él la está mirando con veneración, conteniéndose para no deshacerse en una exclamación, en un grito infinito.

 

Ella le toma el tiempo, va viendo qué y cómo le gusta. Hasta que los flashes otros tiempos le confirman que ya lo sabe.

El recuerdo le dice que es momento de hacer una pausa para retomar el acto. Estira el brazo y le coloca la cereza adentro su boca.

 

Desearía que el clímax no llegara nunca. Están inmersos en un clímax constante. Perpetuo.

 

Se alza de golpe, se da vuelta, separa las piernas para acomodarse, y montarlo. Queda erguida en la zona genital del artista al que va inspirando cada vez más, y se prepara para hacerle el amor en esa posición. Ya encajados, frota su pelvis con un ritmo suave y lento. Gira la cabeza para ojearlo con un dedo en la boca, y succiona al compás de cada fricción.

 

Él está maravillado con ese cuadro sublime. Suelta la cereza que guardaba debajo de su lengua, echa las manos hacia atrás y las apoya en la nuca. Se acomoda mientras se regodea, jactándose de la conquista. Y fija su atención en la cola de su musa, que se mueve acompañando cada una de las pinceladas que ella va dando con su clítoris.

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