Después de 3 días de agonía a causa de un horriblemente horrible accidente, él nos dejó. Pienso que no quería irse, pero no tuvo opción. Mamá estaba sentada al borde de la cama. Lloraba. Mis 7 años intentaban entender qué estaba pasando y sospechaban que no era nada bueno porque recordaban la escena de 3 días atrás, cuando una tía había entrado a los gritos a casa para enterarnos de la situación.
En esa época no teníamos teléfono, por eso creo que la manera de enterarme fue más traumática aún, si no seguro que hubiera sido diferente, que mamá nos hubiera sentado a mi hermana y a mí en una silla cuando considerara que fuera conveniente y nos hubiera explicado lo inexplicable, o lo inentendible, más para esas nenas que éramos, de 7 y 10 años, que después de ver y oír el eco del horror sólo atinamos a encerrarnos en el baño y expresar lo que pudimos en ese momento: “pobre mami”, dijo una; “y pobre el abuelito”, dijo la otra. Entiendo que, de algún modo, la psiquis de una tuvo la fuerza suficiente como para ponerse del lado de lo que quedaba, mientras que la de la otra -la otra era yo- pudo más débilmente aferrarse, desde entonces eternamente, a lo que se iba. A él, que se iba. Que se fue para siempre. Que no lo vi más. Que no pude verlo ni siquiera en esos días. Que ni siquiera recuerdo cuál de todos mis recuerdos corresponde al de la última vez que lo vi; si es que, de la última vez, guardo el recuerdo…
En esa época no teníamos teléfono, por eso creo que la manera de enterarme fue más traumática aún, si no seguro que hubiera sido diferente, que mamá nos hubiera sentado a mi hermana y a mí en una silla cuando considerara que fuera conveniente y nos hubiera explicado lo inexplicable, o lo inentendible, más para esas nenas que éramos, de 7 y 10 años, que después de ver y oír el eco del horror sólo atinamos a encerrarnos en el baño y expresar lo que pudimos en ese momento: “pobre mami”, dijo una; “y pobre el abuelito”, dijo la otra. Entiendo que, de algún modo, la psiquis de una tuvo la fuerza suficiente como para ponerse del lado de lo que quedaba, mientras que la de la otra -la otra era yo- pudo más débilmente aferrarse, desde entonces eternamente, a lo que se iba. A él, que se iba. Que se fue para siempre. Que no lo vi más. Que no pude verlo ni siquiera en esos días. Que ni siquiera recuerdo cuál de todos mis recuerdos corresponde al de la última vez que lo vi; si es que, de la última vez, guardo el recuerdo…
Pero ahora no quiero ahondar en eso. Lo que marcó esa tragedia en mi existencia, evidentemente, es otro tema. Sólo voy a reducirlo a lo que iba a contar al comienzo, a eso que cambió para siempre cuando entré a la habitación de mi mamá y me animé a preguntarle:
-¿Qué pasa?
-El abuelito no está más.
Mucho después supe con certeza que ese día, sin entender nada de la muerte, empecé a entender algo de la vida.
(Cuando terminé de escribir esto, pensé en lo lindo que sería tener una señal para saber si él seguía estando conmigo. Unas horas después, su bufanda -que estaba guardada en un placard de casa hacía años- apareció en mi cuarto, arriba de mi cama... Le pregunté a mi hija si ella la había llevado, a lo que primero respondió que no y un poco después, que sí. Cuando mi siguiente pregunta fue por qué, ella me dijo: "No se mami, la llevé, porque sí, no tengo idea porqué... Yo nada más la vi y la llevé a tu cama, pero no se por qué").
(Cuando terminé de escribir esto, pensé en lo lindo que sería tener una señal para saber si él seguía estando conmigo. Unas horas después, su bufanda -que estaba guardada en un placard de casa hacía años- apareció en mi cuarto, arriba de mi cama... Le pregunté a mi hija si ella la había llevado, a lo que primero respondió que no y un poco después, que sí. Cuando mi siguiente pregunta fue por qué, ella me dijo: "No se mami, la llevé, porque sí, no tengo idea porqué... Yo nada más la vi y la llevé a tu cama, pero no se por qué").
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