La cueva multiplica el placer devolviéndoles el eco
de cada gemido. Son tantos, que la sinfonía se vuelve perfecta.
Sienten que podrían desplomarse completos en las
fundas del otro, en esas envolturas de carne, de músculos que ejercitan
constantemente el movimiento que los mantiene vivos. Pueden sentir la
naturaleza del otro y, juntos, adoptar esa condición de amantes y amados, digna
de una magnitud que sólo ellos comprenden. Una magnitud que otros ni siquiera
advertirían.
Quién sabe si sabían que todo este tiempo habían
estado dormidos.
Lo que sí saben es que el otro vino a despertarlos.
A despabilar el arte escondido debajo de las sábanas. A arrancar las sábanas
que pretendían tapar el frío que no existía, porque sus cuerpos estaban
emanando el calor del otro desde los propios huesos.
El altar ya les queda chico de tantas volteretas. Y
todo es perfecto.
—Haceme un hijo —dice ella.
Él está a punto de responder algo cuando se
interpone otra visión. Y a ambos les nace, casi al mismo tiempo, el recuerdo de
una felicidad que no tarda en doler. Un dolor punzante, que sube desde la
garganta hasta la boca del estómago, y pincha. Como si cortara la circulación.
Quizá sea una pista. Un indicador. No para ver hacia
dónde van, pero al menos para asomarse a ese lugar inaudito del que vienen sus
vidas… desde otras vidas…
… Y en donde gestaron vida.
La musa se incorpora apenas termina de pronunciar la
frase. Atina a quitarse la venda, pero es el artista quien lo hace. Nota que
está húmeda. No: empapada. Las lágrimas, como escupitajos, salieron de los ojos
de la musa mientras se tocaba el vientre.
Se recuesta. Llora.
Le duele el útero.
Él le besa esa zona. Apoya su cabeza con suavidad, y
llora con ella.
Los mortifica lo que acaban de recordar. Los
paraliza no saber qué hacer.
Y en esa posición permanecen horas.
Se sienten huérfanos. Desamparados. Y, sobre todo,
se sienten pequeños encima de un altar que ya les queda grande.
Solos. Desprotegidos. Desenfundados.
Y se adormecen así.
Destapados. Desabrigados.
Padeciendo el frío que ahora sí les congela los
huesos.
Desafina el eco de la cueva. Los sollozos del dolor
desentonan con la sinfonía que había sido perfecta.
Porque, de repente —por primera vez estando juntos—
se sienten incompletos.
Como muertos.
Mientras siguen advirtiendo las memorias de lo que
comprenden fue su mayor inspiración.
Y desplomados, uno encima del otro, contemplan la
imagen de la criatura…
hasta quedarse dormidos.
Se sienten huérfanos, desamparados y sobre todo se sienten pequeños encima de un altar que ya les queda grande. Se sienten solos, desprotegidos, desenfundados. Y se adormecen juntos, destapados, desabrigados, padeciendo el frío que les congela los huesos. Desafina ahora el eco de la cueva, los sollozos del dolor desentonan con esa sinfonía que había sido perfecta. Es que de repente, por primera vez estando juntos se sienten incompletos, como muertos, mientras siguen advirtiendo las memorias de lo que comprenden fue su mayor inspiración.
Y desplomados uno encima del otro contemplan la imagen de la criatura hasta quedarse dormidos.
2 comentarios:
El nido vacío o la irreverencia de un orgasmo lanzado al aire.
Me gusta Schlos.
Hola! Me gustó lo que escribiste. te invito a que veas mis escritos en Instagram @desandare
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